Mis propios cuentos

Un cuento de Emilce Brusa

Una buena decisión

Era viernes, Florencia volvía de un largo día de trabajo. Llevaba puesto sus lentes de contacto como cada día desde su adolescencia. Prefirió volver caminando en lugar de tomar el colectivo, había decidido comenzar a cuidarse. Estrenaba  “los 40”.

A las pocas cuadras sonó su celular, el tono de los mensajes, buscó en su bolso y al hallarlo, pudo leer, alejando la pantalla,  el nombre de su mejor amigo: Guillermo.

Hacía un tiempo que notaba que con los lentes de contacto, leer ya no era lo mismo.  Abrió el mensaje y como pudo, descifró lo que Guillermo le había escrito. La invitaba a ver una muestra de arte de un amigo en común, ese día a las 20 horas en el Centro de Arte Moderno de su ciudad.

Se detuvo para contestar el mensaje, no quería mandar un audio porque estaba agitada por la caminata, prefirió escribirlo, confiando en el predictivo. Le llamó la atención la respuesta de su amigo: “Jejeje!!!! y varias caritas y corazones” Y siguió camino hasta su casa.

A las 20 en punto se encontraron. Él llevaba una gran sonrisa y un ramo de rosas rojas con una tarjeta gigante que decía: “TE AMO”.

—¡Qué es esto Guillermo! —dijo Florencia. Ella no entendía nada, su cara de asombro, su boca abierta al igual que sus ojos verdes.

—Lo que estaba esperando por años, una señal para dar este paso. Y… Hoy al recibir tu mensaje, sentí que era el momento, el empujón que necesitaba.—habló de un tirón emocionado. 

Guillermo tomó su celular, buscó el mensaje y lo leyó en voz alta: “¿Nos enamoramos en la puerta?”

Florencia no entendía nada, estaba nerviosa, no le salían las palabras. Él la tomó de la mano y entraron a ver las obras. Más tarde  fueron a cenar y  la acompañó hasta su casa. La noche continuó hasta casi el mediodía del otro día. 

El lunes siguiente, Florencia, buscó en su agenda de contactos del celular, sin los lentes de contactos, el teléfono del oftalmólogo para pedir un turno urgente.

Después de esa visita usó dos pares de anteojos, uno para ver de lejos y otro para ver de cerca. Tomó esa decisión para poder ver todo. Para no perderse nada de ese nuevo romance con su mejor amigo, Guillermo.

Autora: Emilce Brusa

Puntuación: 1 de 5.

Mis propios cuentos

Un cuento de Emilce Brusa

Fotografía de un inmigrante

Narración del cuento en el Canal de YouTube
Foto del relato

El muchacho llegó a fines de Mayo dejando la primavera del otro lado del océano. Dejó también esos besos y abrazos acompañados de ojos nublados por las lágrimas, de todos sus seres queridos.

Al bajar del barco el viento le dio una cachetada en la cara, cómo si quisiera despabilarlo. 

Tendría unos veinte y pico y mucho futuro por delante. En su bolsillo derecho del pantalón una foto en blanco y negro de su amor y en la maleta de cartón unos planos robados y ropa gastada.

Con el lenguaje universal, los gestos, pudo llegar hasta la casa del inmigrante en el barrio de La Boca. Consiguió una pieza compartida con otros hombres iguales a él, se hizo de amigos y empezó a pronunciar unas pocas palabras en español. 

Conseguir un trabajo le costó bastante tiempo, pero al final llegó uno indicado  en el interior de la provincia de Buenos Aires y allí se instaló.

Todas las semanas escribía cartas a su amada con promesas de traerla junto a él. Además contaba anécdotas, pesares y alegrías. Y ella respondía con su letra alargada y clara dando cuenta de sus ansias de estar juntos, de su extrañar y sobre todo de la falta de esos besos y caricias llenas de pasión, que tanto añoraba.

La guerra complicó sus planes, las cartas se retrasaron y la llegada de ella fue mucho tiempo después de lo soñado. Pero un día el enfrentamiento bélico acabó, entonces él pudo comprar un pasaje en el vapor más barato, cruzó el océano y regresó a su pueblo. Se vieron un día domingo y ambos sintieron que no había pasado el tiempo, como si la  despedida de hacía años hubiera sido  el día anterior. 

Se casaron allí frente a todos sus parientes como testigo de su mutuo amor. Después de la luna de miel subieron al barco para llegar a la Argentina; él regresaba a su nueva tierra dónde ya tenía una vida y ella estaba dispuesta a conocerla y acomodarse junto a su flamante esposo. 

Pasearon unos días por la gran ciudad de Buenos Aires, ella pudo conocer el obelisco y caminar por las calles del barrio de La Boca. Él le mostró el conventillo dónde pasó los primeros días al llegar sólo. Al cabo de un mes subieron al tren que los llevó al pueblo dónde él tenía su trabajo, sus amistades, su vida. 

En la estación de su pueblo, la besó y le tapó los ojos con el pañuelo de seda que siempre llevaba al cuello y le indicó el camino hasta su nuevo hogar. Ella caminó confiando cada paso a su lado. Caminaron unos cien metros y al llegar, él le desató el pañuelo y ella vió con ojos de agua su nuevo hogar.  Era una réplica exacta de su casa, la que había dejado en su país natal. El único fotógrafo del pueblo registró ese momento. 

Él lo tenía todo planeado desde hacía años, desde el día que había partido en busca de un nuevo futuro, cuando le robó los planos a su suegro para construir una casa idéntica a la de ella, allá en su tierra,  con la esperanza de evitar  que extrañara y que se sintiera en  casa. En su casa.

La foto de ese día  tan especial, única, llena de emoción, siempre los acompañó en un marco ovalado de madera oscura en el recibidor de su hogar. Juntos  aprendieron a querer ese lugar y a echar raíces firmes dónde lograron formar una gran familia.

Autora: Emilce Brusa

Puntuación: 1 de 5.

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Mis propios cuentos

Un cuento de Emilce Brusa

Tormenta

Relato de la serie FotoNarrativa. A partir de una foto he escrito la historia.

Primero se oscureció el día, luego una luz blanca iluminó el cielo, siguieron los truenos ensordecedores y al final la lluvia torrencial. La ciudad fue testigo. Y ellos aguardaban.

Adentro, las mesas de un bar estaban adornadas con floreros cachados y la soledad de las yerberas. En el techo una aureola húmeda y al cabo de un rato una gota, luego otra y otra más… en el piso un charco, alguien acomodó un balde verde atrapándolas. Ellos seguían atentos, dándole tiempo al tiempo.

Afuera las calles se cubrían de agua y se desagotaban por el paso de los vehículos que formaba oleajes. Las veredas se llenaron de agua y barro, charcos oscuros formaban figuras extrañas. Sobre los techos de las casas se escuchaban golpes como qué alquien o algo quería desesperadamente entrar. Desde las ventanas se veían los focos del alumbrado público encendidos, como una cortina de finas tiritas trasparentes.

Botas, capas, paraguas, bolsas de plástico, diarios todo sirvió para resguardarse, también cornisas, techos, marquesinas, negocios, bares. No purieron evitar que zapatos, medias, pies, pantalones, sacos, cabellos mojados,quedaran empapados. Un solo perfume flotaba en el aire. Aroma agrio, penetrante, ácido, repugnante. Todo encharcado. Y… ellos confiaban.

Al cabo de dos días todo terminó. Así, sí! cómo dice el dicho: «siempre que llovió, paró», por fin, el sol salió. Y ellos, los que estuvieron atentos, los que daban tiempo, los que aguardaban… Ellos, los miserables mosquitos, salieron hambrientos a hacer lo que tenían que hacer.

Autora: Emilce Brusa

Puntuación: 1 de 5.

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Mis propios cuentos

Un cuento de Emilce Brusa

Lazos

Relato de la serie FotoNarrativa. A partir de una foto he creado la historia.

Se despertó de la siesta. Fue hasta el baño, se lavó la cara, palpó su piel marcada por las líneas de vida, se miró en el espejo del botiquín, vio en sus ojos pequeños  asomar el color gris celeste y sonrió, siempre la risa estaba presente en su vida.

Buscó en su ropero su vestido favorito, ese de lunares, el que usaba para los días especiales. Se vistió, se perfumó con fragancia de rosas y fue hasta la cocina. 

Eran las cinco en punto. Como cada tarde de su larga vida, Hermelinda preparó su taza de café, calentó los bollos de manteca y azúcar los colocó en  un plato, los dejó sobre el mantel y se sentó a la mesa. Miró a un punto fijo, sonrió como posando para una foto.

Su vida era una rutina, un día igual al otro. Menos los viernes que salía de su casa para la visita semanal, para ir a ver a su hermana Graciana.

Ese día no era viernes, era un miércoles por eso era un día especial, había preparado su bolso de florcitas, no quería olvidar nada, revolvía y repasaba que estuviera cada cosa que ella había seleccionado con esmero.

A las seis y media un remisse la pasaban a buscar. 

Graciana ya hacía un tiempo que vivía en un geriátrico. Tenía doce años menos que Hermelinda, pero esa enfermedad cruel no dejaba que fuera ella misma y sus hijos decidieron llevarla allí para que la atendieran como ella se merecía. 

Hermelinda llegó y la encontró sentada en un rincón del salón junto a otras señoras. Todas se encontraban con las cabezas gachas, mirando el piso. Hermelinda contuvo sus lágrimas y caminó hasta donde estaba su hermana. Buscó una silla y se sentó a su lado. Acomodó la cartera y abrió el bolso.

Primero sacó la cajita de música, le dió cuerda y comenzó a sonar “Para Elisa”. Graciana movió sus dedos como tocando un piano imaginario, como lo hacía en su piano de cola. Luego le dio una pluma de gallina y comenzó a contarle la anécdota del día que entraron al gallinero, sin permiso de sus padres, cuando eran niñas y robaron todos los huevos para venderlos a los vecinos para comprar las figuritas de moda, esas con brillantinas. De las corridas por toda la casa para que su mamá no las alcanzaran con la chancleta, Hermelinda lanzó una carcajada y su hermana la imitó. 

Más tarde buscó y sacó del bolso, la piedra gris de granito, redondeada y le contó de cuando la defendió de aquel muchacho que  querían besarla a la fuerza, del chichón que le salió al tipo ese,dejando ver  la frente elevada, morada, caliente, de cómo salió corriendo gritando y llorando como un niño. Del abrazo fuerte que se dieron ese día las dos entre lágrimas y risas. Hermelinda le tomó las manos, inmediatamente sintió una caricia suave.

Uno a uno iban saliendo los objetos y ella iba contando su historia, una medallita de la virgen niña, un caracol de mar, una puntilla blanca, tres pares de escarpines, dos celestes y uno rosa, un collar de perlas que le colocó sobre el cuello, un lápiz de labios rojo que dibujó  sus bocas, primero la de una, después la de la otra. 

Las horas iban pasando pero para ellas estaba detenido en otros tiempos, en ese tiempo que no tenía tiempo, el de los recuerdos compartidos, tiempo de vidas felices.

Por último sacó la caja de bombones. Le ofreció el de licor. Graciana se lo llevó a la boca y al morderlo levantó sus ojos y los clavó sobre los ojos de su hermana. Hermelinda sonreía, como siempre. Entonces Graciana habló: ¡¡¡¡Feliz cumpleaños!!!! 

Ese era el regalo que habían acordado hacerse, tiempo atrás, a partir de sus setenta. ¡Había recordado! Hermelinda sonreía feliz . En ese momento entró la enfermera con la torta. Todos le cantaron el feliz cumpleaños, comieron una porción cada una acompañada con  tazas de té. 

Hermelinda estrenaba sus 88 años, a la noche llegarías sus hijos, sus nietos y su flamante bisnieto. Ya podía festejar otro año más de vida!

Autora: Emilce Brusa

Cuento: LazosCC by 4.0Emilce Brusa

Puntuación: 1 de 5.

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Mis propios cuentos

Un cuento de Emilce Brusa

Manos

Este cuento surgió de una serie de relatos que denominé FotoNarrativa. A pertir de una foto he creado la historia.

Ellas tenían un ritual. Todos los años, el 1° de Abril se juntaban a tomar el té y a comer delicias caseras. En un momento unían sus manos, unas arriba de las otras formando una torre de carne y huesos y finalmente llegaba la promesa. La decían en voz baja en forma de plegaria: “No conformarnos. Saber que merecemos lo mejor, no por egoístas,  sino por el amor a nosotras mismas”.

Ellas vivían en el mismo pueblo desde niñas.  No se tenían secretos. Sabían de sus alegrías y de sus penas, de sus picardía y sus miserias. Eternamente juntas pasaron los noviazgos, los casamientos, los nacimientos. Se tenían las unas a las otras. Siempre cerca, siempre unidas.

Una tarde de invierno una de ellas llegó con la noticia que debía abandonar el pueblo. Su hijo la necesitaba. Tenía que viajar a otra provincia a 2521 kilómetros de distancia. No sabía por  cuánto tiempo debía quedarse allí, si tres o seis meses o para siempre.

Todas se entristecieron, nunca se habían separado más de quince o veinte días.  No podían imaginarse no verse a diario. Durante esos días previos al viaje, se juntaban todas las mañanas, mate de por medio, donde hablaban, lloraban y se abrazaban  amargamente.

El día llegó. Ella se despidió de cada una y salió  para el aeropuerto.

La rutina de esa mujeres no fue igual desde entonces. El destino hizo que se tuviera que quedar allí para siempre.

Pero algo no había cambiado del todo, porque cada 1° de Abril, ella aparecía sonriente con regalos para todas y para  cumplir con el ritual anual,  con la plegaria. Tomaban el té, comían delicias caseras, juntaban sus manos cada vez más arrugadas con esos dedos deformados y con sus voces susurrantes decían la plegaria, su ruego, su rito de siempre. Ese que hablaba de no conformarse, de ese amor especial, ese amor que no sabe de distancias ni de cercanías, ese que las unía desde siempre.

Autora: Emilce Brusa

Manos_-_Emilce_BrusaCC by 4.0Emilce Brusa Cuento: ManosCC by 4.0Emilce Brusa

Puntuación: 1 de 5.

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Mis propios cuentos

Un cuento de Emilce Brusa.

Charol

Mi cuento en la voz de la narradora pampeana Cristina Welch durante la sección«Rincón del cuento» del programa radial de su ciudad.

Amelia se despertó con el ritmo del 2 x 4 resonando en su cabeza. Ese día a la noche iría al Club Social y Deportivo Villa Crespo con su amiga Dorita acompañada por su madre, como correspondía a una muchachita decente como ella. 

Preparó desde temprano el vestido, las medias de red y sus zapatos de tacón tipo Guillermina de charol y se fue a la peluquería.

Isidro lustró sus zapatos negros acordonados quedando brillantes como espejos. Pidió que le plancharan la camisa blanca y que orearan el traje azul marino. Por la tarde pasó por la barbería para rasurarse y  recortarse el bigote para estar de punta en blanco para la noche.

Había quedado con dos amigotes para ir al bailongo donde se presentaba la Orquesta Típica de Osvaldo Pugliese, su favorita.

Los varones, entre ellos Isidro llegaron temprano. Se sentaron en una mesa  cerca de la puerta de entrada y pidieron una botella de vino tinto. Era el lugar estratégico, la ubicación ideal para ir fichando a las percantas que iban entrando.

La orquesta típica empezaba a acomodarse y los músicos afinaban los instrumentos. Esa noche se presentaba Alberto Morán que convocaba a muchas mujeres que morían de amor por su facha y su voz.

La gente entraba y se acomodaban en distintas mesas. Un murmullo de voces diversas se expandía en el aire. La pista de baile esperaba ansiosa a las parejas. 

Isidro llevaba el vaso de vino a su boca cuando la vio entrar, casi vuelca su contenido porque su cuerpo tembló, algo se endureció entre sus piernas y su corazón le dio un vuelco, pero como buen macho, se supo controlar.  No obstante no despegaba su vista a esa muchacha bien peinada, con ese vestido que resaltaba las curvas, esas piernas enfundadas en medias de red y sus pequeños pies dentro de esos zapatos de charol negro. 

Amelia se acomodó en la mesa cerca de la orquesta junto a su madre y su amiga Dorita. Pidieron cada una una Hesperidina Bagley y estaba ansiosa por comenzar a bailar. Recorrió con su mirada todo el salón, en ese momento sus ojos se clavaron en ese hombre que la miraba con deseo. Ella bajó la mirada, tomó un sorbo de esa bebida suave y dulce, sus mejillas se enrojecieron. Volvió a mirar, entonces Isidro hizo la seña que Amelia esperaba, el cabeceo para invitarla a bailar.  

Empezaban los primeros acordes del tango Ahora no me conocés. Ella se levantó de la silla y él la llevó hasta la pista de baile. 

Uno enfrente del otro tomaban posición para comenzar a bailar. Isidro le tomó la mano izquierda con suavidad y con la otra mano, la sujetó en el lugar exacto donde  concluía la espalda de Amelia. Ella se estremeció pero lo dejó hacer, su cuerpo se entregaba más allá de su voluntad y él lo sentía, la apretaba con el aliento entrecortado de deseo. Así siguieron los tangos Manos adoradas. Qué nunca me falte. El mareo. Ellos no paraban de bailar, las manos guiaban para hacer las figuras, los giros, las cadencias sutiles y sencillos del tango que sonaba en la voz del cantor. La orquesta continuaba su repertorio ejecutando En secreto. Por qué. No quiero perderte  como que las letras de los títulos de los tangos hablaran por ellos.

Los bailarines caminaban, giraban y se hamacaban sin un solo gesto de obscenidad, sin ninguna exageración corporal. La sensualidad estaba en la música que entraba por sus oídos y fluía por todo el goce que emanaba del baile. Todos se hacían a un lado para verlos en acción. Era como si hubieran bailado desde siempre, como si se conocieran de otros tiempos, como si ya hubieran bailado muchas veces antes. 

Los zapatos de cada uno  obedecían  cada  paso y figura, brillaban a la par de ellos, las horas pasaban sin que se dieran cuenta. La gente ya se estaba yendo del lugar,  quedaban muy pocas personas, entre ellas los amigos de Isidro, la madre de Amelia y Dorita. 

Alberto Morán anunciaba su última canción Quiero verte una vez más. Esas mismas palabras salieron de la boca de Isidro. Amelia le susurró una dirección al oído. Y él la memorizó enseguida. Bailaron la última pieza entre cortes y quebrada con la promesa de verse al otro día. Isidro nunca le preguntó su nombre. Para él, ella, era “Charol”.

Dicen que en los salones de tango suelen colarse fantasmas melancólicos de otros tiempos en busca de sueños perdidos, sueños de amantes… Quién sabe si el amor que comenzó ese día en el Club Social y Deportivo de Villa Crespo acunados por los acordes del 2 x 4 de la Orquesta Típica de Osvaldo Pugliese no fuera el amor de esos fantasmas y que con Isidro y “Charol” (Amelia) se convirtieran en realidad.

Autora Emilce Brusa

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